martes, 3 de junio de 2025

EN EL HOSPICIO


Me habla, me mira fijamente a los ojos y mueve los labios con lentitud. Yo entiendo. Pero no, no entiendo. Ella dice que yo me llamo así pero no sé realmente cómo me llamo. No sé desde cuándo estoy acá, con toda esta gente. No somos muchos, pero nos llevamos bien.
—Guillermo —me dice que me llamo—. Gui-ller-mo. ¿Entendés?
Le sonrío pero no entiendo quién es Guillermo. Meneo la cabeza y sacudo un poco mi cuerpo como festejando mientras ella silabea ese nombre. Tengo frío. Siempre tuve frío en este lugar aunque tengo puesta ropa de abrigo: pantalón largo y pulóver. Quizás andar descalzo no sea lo recomendable.
—¿Entendés, Guillermo? Yo soy Marina y te estoy cuidando.
Asiento con la cabeza y le sonrío. No entiendo pero quiero que vaya a hablar con otro. Que me deje tranquilo un rato. ¿Quién carajo será Guillermo? ¿Y por qué Marina me cuida?
Con mi indiferencia logro que se aleje un rato. Ahora se dirige hacia una mujer que vive con nosotros. Mirta se llama. Tiene cara de sufrida. Yo de vez en cuando hablo con todos y ellos me cuentan sus vidas. No sé si dicen la verdad o no. Me parece que a ninguno le funciona bien el mecanismo acá adentro y seguramente mienten. Pero no lo hacen por malditos, lo hacen para divertirse. Y me divierto. Para colmo yo casi ni hablo. Si ni sé cómo me llamo y no me acuerdo mucho de mi vida ni por qué estoy acá. Guillermo dice esta mujer que me llamo, pero no sé.
Con Mirta no hablo mucho, pero la primera vez que lo hice me contó su historia. Y la repite cada vez que estoy con ella. Pobre… No la debe haber pasado bien. Al menos ella me dijo que sufrió mucho cuando el Juan Carlos cayó en cana. Ella sabía que andaba en algo raro pero nunca le había preguntado. Lo confirmó cuando lo agarraron y lo metieron preso. No me acuerdo qué hizo, pero Mirta me dijo que estuvo tres años a la sombra. Lo recuerdo bien. Yo la miraba sin pestañear y no le decía nada. «¡Preso! ¡Estuvo preso!», me dijo casi gritando porque yo no hacía un solo gesto. Entonces le sonreí. Y me dijo que ella sola no podía vivir y que al año y medio de que al Juan Carlos lo encanaron, se metió con Francisco. Debe haber sido linda Mirta en su juventud. Yo la seguía mirando, esperando que continuara la historia. «¿Y sabés qué?», me dijo. «Volvió». Pero me dijo que ella ya estaba con Francisco y lo mandó a pasear al Juan Carlos. Se fue amargado y cree que siguió en la joda, porque seguía choreando. Francisco no conocía el pasado de Mirta y cuando lo supo, la dejó. Ella, como yo, tampoco sabe por qué está acá.
Estamos todos ahora en un salón grande, blanco, frío. Las ventanas dan a un jardín. Es de día y el sol afuera brilla sobre los naranjos. Creo que son naranjos. O mandarinos. ¿O serán toronjas esas pelotas anaranjadas que cuelgan de las ramas? Miro apoyando la nariz contra el vidrio que se empaña.
—Guillermo…
Alguien habla a mi espalda. Una voz dulce de mujer. Me doy vuelta sin estar seguro de que me habla a mí y se presenta: «Soy Ana». Le sonrío y vuelvo mi cuerpo hacia el salón. Ella, un poco acelerada, me dice que quiere bailar. Yo no sé bailar. Nunca bailé. Ana empieza a dar vueltas sobre sí misma, sonriendo y alzando los brazos. Yo siempre la veo sola, pero feliz. «Soy un hada», me dice y me toma de las manos. Quiere que baile con ella. Me quedo duro. «Juguemos entonces». Me lleva hacia el centro del salón y se sienta sobre una alfombra donde hay unos cubos plásticos. Coloca uno arriba del otro y se encierra en sí misma. «Hoy tampoco quiero dormir…», escucho que murmura mientras me alejo lentamente hacia una de las puertas que da al patio.
La puerta está abierta a pesar del frío. Quien quiera pasear por el jardín, puede hacerlo. Aprovecho que Ana se olvidó que querer bailar conmigo y salgo. Arranco del árbol una naranja… o mandarina… o toronja, ¿qué se yo qué es? Decido comerla y empiezo a sacarle la cáscara con la mano. No es tan fácil. Se me acerca un gordo petiso un poco mayor que yo. Lo intuyo porque está muy desmejorado. Yo hace mucho que no me veo en el espejo pero creo que tengo mejor aspecto que él. Me apunta con su dedo índice y levanta el pulgar, simulando tener un revólver.
—¡Pum! Estás muerto —me dice mientras lo festeja. En la otra mano lleva un cigarrillo encendido que no fuma.
No sé cómo reaccionar y me paralizo. Muerto no estoy. Pero él cree que me mató. ¿Me tendré que tirar al piso y fingir para que no se enfade?
—Si no mueres, te arrancaré de a una las uñas de las manos.
Instintivamente convertí mis manos en puños y me dio un escalofrío horrible al pensar en el dolor. No suelo ver a este hombrecito muy seguido, quizás no vaya a ese lugar todos los días. No sé cómo se llama. Tiene mala cara. Pero no porque él esté mal sino porque seguramente hace o hizo alguna vez el mal.
—O te pondré una bolsa de nailon en la cabeza…
Retrocedo mientras se me viene encima.
—O puedo quemarte con mi cigarrillo… ¿Qué preferís? —me increpa casi gritando.
Sigo retrocediendo ahora más asustado, trastabillo y me caigo de culo. El hombrecito se me aproxima lentamente con el cigarrillo encendido dispuesto a clavármelo en alguna parte del cuerpo. Mi cara y mis manos son las únicas partes libres que tengo. Con una de mis manos sostengo la naranja a medio pelar. Me tapo la cara con la otra con desesperación porque lo tengo casi encima.
—¡Juan! ¿Pero qué hace, Juan? ¿Está loco? —dice Francisca mientras lo toma por la espalda y lo aleja de mí hacia otro lado del jardín.
—¡Quiero morir! ¡Quiero morirme! —grita Juan mientras es arrastrado por Francisca. Me reincorporo rápidamente y decido ir adentro a bailar con Ana. Es preferible. Pero Francisca me llama con un grito. Acaba de dejar sentado a Juan en uno de los sillones de plástico que hay en el jardín y se me acerca a paso ligero.
—Discúlpelo, Guillermo. Pero Juan tuvo una vida un tanto complicada.
Me dijo Guillermo, como Marina, que me quiere hacer comprender que me llamo así.
—Aparentemente hizo mucho mal durante su vida y ahora no ve otra salida que matarse. Nadie lo quiere acá. Y afuera tampoco. Hay que temerle, es medio loco.
Le sonrío y sigo pelando la naranja. Francisca está parada a mi lado y me observa. Yo de reojo la miro a ella y me parece una linda mujer. No es joven. Nadie es joven acá adentro, pero se ve que alguna vez fue linda. Termino de pelar la naranja, la parto y le ofrezco la mitad a Francisca como un modo de agradecerle que me haya sacado de encima a Juan. La acepta y ambos nos llevamos las mitades a la boca. Al mismo tiempo escupimos y nos quejamos por el asco que nos dio. «¡Son toronjas!», dijo ella y nos largamos a reír con ganas.
Me tomó de la mano y caminamos por el jardín. En silencio. Yo no hablaba casi nunca y ella parecía respetar mi silencio. Me hizo un ademán con una sonrisa cómplice para que mirase al costado. Un hombrecito diminuto, vestido con pantalones muy anchos, camisa estrafalaria y galera intentaba sacar algún sonido de un viejo saxo en mal estado.
—Se llama Gaby. Cree que vive en un circo —me dijo Francisca.
—Pierrot… —murmuré sin ánimos de que me escuchara.
—Sí, un payaso… Y a veces cree que es invisible.
Seguimos caminando de la mano rumbo a ningún lado. Francisca era una dulce compañía y no sé si me hablaba a mí o pensaba en voz alta circunstancias de su vida pasada. Decía que los hombres eran todos iguales pero que los peores eran los viejos. «¡Viejos verdes!», se quejaba. Yo no entendía pero no decía nada. Meneaba la cabeza y seguía su rezo en voz muy baja. «A mi hijita le gustaba correr por el monte y juntar flores en su canastita». Tenía la vista perdida en el infinito. Clavada en el cielo. O en su alma. De repente alzó la voz: «¡Deje quietas sus manos de una vez, señor!» e hizo un ademán como para sacarse de encima a alguien. Después dijo entredientes algo que no entendí muy bien pero fue algo así como que el dinero hacía falta para ser feliz con su hijita, por eso trabajaba. Pero no los lunes. Los lunes se divertía. Yo solo la miraba porque no sabía si me hablaba a mí o si estaba rezando. Y recordaba que me había dicho Guillermo. Yo no soy Guillermo… ¿O sí?
Luego de dos o tres minutos de caminar en círculo alrededor de una fuente que no funcionaba, pasaron corriendo dos hombres desaforadamente. Uno pedía auxilio y miraba desesperado a su perseguidor que le gritaba «¡Amigo! ¡Amigo! ¡No te vayas!». Lloraba desconsoladamente y llevaba una flor en su mano. Francisca soltó mi mano y se fue sin decir nada hacia el salón. Me quedé mirando a los dos hombres que no dejaban de correr ni de gritar. Estaba absorto.
—Estos dos están locos —me dijo una mujer menuda, rubia, de ojos saltones y labios muy pintados mientras se me acercaba.
Mi única respuesta, como siempre, fue una sonrisa. La mujercita se paró a mi lado y continuó su monólogo:
—El de adelante, Sebastián, se cree Jesús. No sé. Siempre anda mostrando sus manos y dice que las heridas sangrantes que tiene se las provocaron cuando lo crucificaron en la cruz. Nunca nadie le vio las heridas…
La mujercita no me miraba. Hablaba como si se estuviese dirigiendo a un auditorio inexistente, con voz afectada.
—Y el que lo corre es Pototo. Dice que tiene miedo de quedarse solo y por eso lo sigue constantemente. Sebastián huye y pide ayuda. Pototo lo sigue y le dice que sean amigos, que no lo deje solo. Todos los días es así. Siempre igual…
Me animé a interrumpir su relato.
—¿Le quiere regalar una flor?
La mujer meneó la cabeza y me dijo que para Pototo la flor era vida y que se la quería dar a Sebastián como un símbolo de paz y amistad. Dijo que Pototo estaba loco porque aseguraba que si los amigos se separaban, la soledad era inevitable. Y sin amigos prefería morir.
—¿Y por qué se escapa Sebastián entonces? —insinué.
—Porque no quieren que lo sacrifiquen otra vez. Se ve que alguien lo traicionó alguna vez y se lavó las manos. Se quiere salvar de una nueva traición. Quizás piense que Pototo lo traicionará.
Me invitó a caminar a la par. A diferencia de Francisca, no me tomó de la mano. Alicia. Me dijo que se llamaba Alicia y que siempre había vivido al revés del mundo. «Quizás por eso estoy aquí», dudó.
—Yo vine por propia voluntad acá. Acá me cuidan. Afuera está el peligro. Allá quieren volver los que van a acabar con el mundo. Hay que estar preparados y prender velas para que la suerte nos ilumine. No nos pueden vencer.
Yo no entendía de qué me estaba hablando y le pregunté:
—¿Quiénes quieren acabar con el mundo?
—¡Ellos! —me gritó—. Ya se acabó esa vida de cuentos en la que fingíamos ser felices… —dio media vuelta y se fue dejándome confundido.
No supe qué hacer. Nunca supe por qué razón yo estaba entre toda esa gente que parecía no estar en su sano juicio. Cada uno tenía su historia, incomprensibles algunas, otras no tanto. Yo les conocía sus nombres pero a mí me decían Guillermo y no tengo idea si soy o no soy Guillermo. ¿Y si no quién soy?
Se me acercó Marina.
—¿Disfrutando el fresco y el aire libre, Guillermo?
Le sonreí. Me invitó a ingresar al salón. Seguramente vio que comenzaba a temblar y se imaginó que yo tenía frío. En realidad, desde que estoy acá, que no recuerdo cuánto hace, nunca dejé de tener frío. Es como si viviera eternamente adentro de una cámara frigorífica. Marina pasó su brazo izquierdo por mi espalda y apoyó su mano en mi hombro derecho. Me dirigía. Se nos acercó una mujer muy linda, de unos cincuenta años más o menos. Balbuceaba y aparentemente le quería decir algo a Marina. No se le entendía nada a la pobre y vi cómo le comenzó a colgar un hilo de baba de su boca.
—Ella es Ludmila —me dijo Marina—. En su vida se entregó al amor sin reparos, ciegamente, casi irresponsablemente, y lo sufrió. Terminó sola y abandonada la pobre…
Un flaco alto y canoso daba vueltas en el medio del salón con los brazos extendidos. Como si estuviera volando. Supuse que era feliz o que intentaba serlo. Se lo señalé a Marina con un gesto.
Fermín, él es Fermín. Es feliz dando vueltas y más vueltas. Cree que vuela y que al final de su vida lo vendrá a buscar un pájaro, una gaviota dice, que lo llevará a descansar al mar.
Marina acercó una silla a una mesa donde se encontraban sentados dos hombres, aparentemente cada uno en su mundo. Me invitó a sentarse allí y se fue hacia otro sector del salón.
El que parecía ser mayor en edad era robusto y vestía un enterito de jean al estilo jardinero. Tenía puesto un sombrero de paja de ala ancha. Le observé sus manos grandes, callosas. Imaginé que en su vida pasada esas manos habían sido un instrumento fundamental de supervivencia.
Baltazar —me dijo mientras me extendía la mano derecha a modo de saludo.
Se la estreché devolviendo el gesto y sentí un apretón fuerte de una mano gigantesca y pesada al lado de la mía, y muy áspera. No supe cómo presentarme y le dije lo que me pareció más conveniente en ese momento y en ese lugar:
—Guillermo… Un gusto.
—Disculpe usted si mis amigos lo molestan.
No entendí. Miré al otro hombre y parecía estar durmiendo. Nadie cerca nuestro interrumpía nuestra tranquilidad.
—Ellos siempre están conmigo. Desde que abandoné el campo del patrón, ellos me siguieron. Estos caballos, estas vacas —decía mientras movía sus brazos como mostrándome algo que yo no alcanzaba a ver—, las gallinas, los gorriones y las mariposas blancas son quienes le dan sentido a mi vida. Sin ellos no podría seguir.
Me encogí de hombros y no dije nada. No creí conveniente preguntarle dónde estaba toda esa fauna. De repente, el segundo hombre pareció despertarse de un sueño profundo. Me miró y me tomó fuerte de mi brazo derecho.
—¿Sabe usted por qué dicen que estoy loco?
Sus ojos querían salirse de órbita. Su mirada era fulminante.
—La sociedad me hizo así. No fue mi culpa. Yo siempre fui un buen tipo, bonachón, demasiado. Siempre viví pensando en los demás, en hacer feliz al otro, en dar todo lo mío sin pretender nada a cambio. ¿Y cómo me pagaron?
Yo no sabía si realmente estaba esperando una respuesta de mi parte o hablaba de esa manera para darle fuerza a sus palabras. Estuve a punto de decirle que nadie estaba loco en ese lugar pero siguió hablándome, creo que sin mirarme.
—«Miguel, te volviste loco», me decían constantemente. Yo no entendía qué era lo que estaba haciendo mal. Mis padres me enseñaron que debía ser generoso y no negar el amor a nadie… ¿Pero sabe qué? ¡Me lo creí! ¡Sí, me lo creí y me despellejaron!
Mientras hablaba apretaba cada vez más fuerte mi brazo y luego de terminar su discurso, aflojó. Me compadecí de Miguel, sentí pena. Y para que no se sintiera solo le conté que yo podía seguir viviendo ahí gracias al amor de mi vida. «Cadenet», le dije y está siempre a mi lado.
—Quizás usted no la vea. Incluso yo muchas veces no la veo. Pero está conmigo cuando yo quiero, cuando la deseo. Se despierta a mi lado, desayunamos juntos, hablamos mucho. ¿Vio los animalitos que acompañan a Baltazar? Bueno, yo tengo a Cadenet.
Marina se paró en el medio del salón, pidió atención con un par de aplausos y con su voz tranquila y maternal anunció que el horario de recreación había terminado. Se me acercó y me extendió su mano suave. Me paré lentamente y sonreí a mis compañeros de mesa que me saludaron con un ademán. Marina me dio un vaso y puso una pastilla sobre mi lengua. La tragué y bebí el agua natural. Lentamente fui abandonando el salón frío mientras el bullicio de los demás iba desapareciendo de mis oídos. Marina me ayudó a ingresar a la pieza, blanca, más fría que el salón, me acostó sobre una cama y me tapó hasta el cuello. Luego de un «buenas noches, que descanse, Guillermo», apagó la luz. Salió de la pieza y cerró la puerta con llave.

lunes, 26 de mayo de 2025

UNA VIDA SIN AMOR

  

Nunca nadie supo por qué terminó de esa manera con su vida. Era una chica excepcional: buena, inteligente, sencilla y muy linda, quizás demasiado. Leía mucho. La lectura para ella era algo que no podía evitar. Un vicio hermoso que no podía ni quería dejar. Y fue la lectura la que la llevó a conocer a Quique, muchos años mayor que ella.
Irene pertenecía a una familia de clase media y era la hija menor de un matrimonio de los que se dicen «bien constituido». Toda su infancia, no tan lejana, la había pasado de maravillas. Le daban todos los gustos, nunca le faltó nada. Además, era la mimada de toda la familia justamente por ser la menor y también por su natural belleza. Había vivido la escuela secundaria como en una nube. No era muy sociable y eso la mantuvo un poco alejada de sus compañeras del colegio de monjas, lugar donde había aprendido a rezar sin ganas. Sus quince años habían pasado —a diferencia de las demás chicas de su edad— desapercibidos. Fue un día más, un cumpleaños más, nada especial. Sus padres le habían ofrecido hacer una fiesta o viajar a Disney pero Irene se había negado terminantemente. «No desperdicien guita», les había dicho. Ya hacia fines de la secundaria fue abriéndose un poquito más al mundo y así comenzó a acercarse a sus compañeras para terminar haciéndose amiga de casi todas. Pero nunca llegó a tener esa amiga íntima, esa «mejor amiga» que todas las chicas de su edad tenían. Pero en realidad su acercamiento obedecía más a una cuestión de supervivencia: no podía seguir manteniéndose alejada del mundo y había decidido conocer más a la gente. Y pensó por un tiempo que era feliz. Lo bueno fue que se lo creyó y disfrutó ese estado de felicidad típico en las chicas de su edad. Comenzó a mirar a los chicos de otra forma, menos indiferente de como lo había hecho hasta el momento. Nunca se había enamorado de ninguno y quizás ello fue determinante para comprender su forma de actuar en los últimos momentos de su vida.
Le habían temblado las piernas cuando escuchó las palabras de Ignacio. La había invitado para que sea su compañera en la fiesta de promoción de quinto año. Si bien Irene no estaba interesada en su amigo sentimentalmente, no pudo evitar ese temblequeo en sus piernas, ese erizamiento de piel que sintió en una décima de segundo por todo su cuerpo. Sonrió como una chiquilina y sonrojándose dijo un «sí» sincero y dulce.
Los días previos a la fiesta fueron terribles. ¿Qué se iba a poner? Tendría que comprarse algún vestido o hacérselo hacer con una modista… ¿Y qué modelo? ¿De qué color? No tenía la más mínima idea sobre moda y, obviamente, consultó con sus compañeras. La orientaron y sin pensarlo demasiado les hizo caso. Su madre y sus hermanas se reían y se ponían contentas a la vez al ver cómo Irene —tan poco detallista hasta entonces—dejaba de ser esa chiquilina divertida y descuidada para convertirse poco a poco en una mujer bella y elegante. Seguramente daría mucho que hablar a todos en la fiesta, sobre todo a sus compañeros varones.
La noche de la fiesta fue hermosa. Horas antes de que Ignacio la pasara a buscar tuvo que ir dos o tres veces al baño porque su estómago no la dejaba tranquila. Sin dudas, eran los nervios. Sentía en todo su cuerpo un malestar hermoso que la hacía temblar de pies a cabeza. Y la pasó muy bien. Demasiado bien. Esa noche sintió en sus labios por primera vez los de un hombre. Los de Ignacio, que estaba enamoradísimo de Irene y la besó con toda su pasión creyendo que su compañera también lo había hecho de esa forma. Por supuesto que Irene en ningún momento lo rechazó, al contrario. Pero lo aceptó porque era algo nuevo, extraño, que la hizo sentir bien, distinta, importante, atractiva, querida. Después de esa noche Ignacio visitó casi todos los días a Irene y poco a poco fue sintiendo una frialdad extraña en la relación. Irene nunca lo había llegado a considerar su novio, como obviamente él lo había creído, y eso le cayó mal.
—Escuchame, Irene. Creo que tenemos que hablar sobre lo nuestro.
—¿Lo nuestro?
—Sí, no me das ni bolilla cuando estamos juntos. Me siento como uno más…
—¿Uno más de qué? Sos mi amigo y te quiero. Creo que no te trato tan mal como para que me vengas a decir esto.
—¿Solo «amigo»? ¿Y lo de la noche de la promoción qué fue?
—Fue una noche hermosa…
—¿Nada más?
—¿Qué más querés que te diga, Ignacio?
—¿No somos novios? —preguntó casi con vergüenza.
—¡¿Novios?! —gritó y rio sincera y naturalmente, lo que provocó que Ignacio no volviera nunca más a su casa. Fue su primera experiencia amorosa de la que ella no había alcanzado a darse cuenta. Y justamente por eso no la afectó en lo más mínimo.
Su padre una vez habló con ella porque advertía que no actuaba como una chica de su edad. Fue una de las pocas veces que le habló así, de padre a hija. ¿Qué era eso de andar caminando como una loca por las calles de la ciudad sin rumbo fijo? ¿A qué se debía su actitud de ir a la costa y estar sentada en la arena frente al mar horas y horas sin moverse? ¿Y por qué no saludaba a la gente conocida cuando iba caminando? ¡Y para colmo la habían visto fumando! Irene escuchó a su padre con mucha atención y tranquilidad. Cuando advirtió que los reproches habían terminado, sus palabras fueron tan sinceras como contundentes: «¿Qué? ¿No puedo?».
Con su madre tampoco había tenido tanta comunicación de mujer a mujer. Todo lo que ella vivía con su cuerpo lo había aprendido a sobrellevar gracias a sus amigas. Jamás había escuchado palabras o consejos al respecto. En el colegio era poco lo que le enseñaban y así creció sola, llevando las particularidades de su sexo a cuestas.
Un día se enojó mucho con sus padres por una conversación que se produjo en la mesa a la hora del almuerzo culpa de su prima Alicia: estaba embarazada. Su padre gruñía criticando a los padres de su sobrina: seguramente ellos tendrían la culpa. «¿Sabés lo que le haría yo, no?», amenazaba. Su madre, indignada, agregaba: «Siempre fue un tiro al aire…». Irene no terminaba de entender. ¡Solo hizo el amor!, pensaba.
—No es para tanto, che —dijo con confianza.
—¿Cómo que no es para tanto? ¡Veinte años! ¡Veinte años y se arruinó la vida!
—¡Ay, papá, no seas tan cruel! Va a tener un hijo. ¿No es lindo eso?
—¡Sí, pero en situaciones normales! —comentó irritada su madre.
—A mí me encantaría tener un hijo… Como ustedes. ¿O qué somos nosotros?
—¿Por qué no te dejás de decir pavadas y comés, eh?
Estuvo un tiempo más o menos largo después de haber terminado la escuela secundaria enamorada, enamoradísima, pero sin nadie al lado con quien disfrutar ese amor. Ella fingía indiferencia ante los muchachos amigos y aparentaba estar más allá de todos ellos. Pero en su interior la sangre hervía y no podía dejar de mirarlos con doble intención. Así, poco a poco se fue convirtiendo entre sus amigos en una mujer inalcanzable. Su extremada belleza junto con su indiferencia aparente hacia el sexo opuesto provocaba que los hombres perdieran con ella toda esperanza. Y se fue quedando sola. No perdió a sus amigos pero sí fue perdiendo sus posibilidades de amar. Y qué mal se sentía cuando le gustaba algún chico y este no le prestaba la menor atención. Su orgullo le impedía manifestar sus sentimientos. No podía entregarse al amor tan fácilmente. Sentía que ese alguien que le gustaba no podía sentirse halagado por su simpatía. Pero un día no aguantó más y se propuso cambiar del todo… O más o menos.
A Federico lo conoció porque vivía al lado de su casa. Hacía un mes y medio que había llegado desde un pueblo vecino a ese pequeño departamento a vivir con dos amigos. Los tres habían comenzado a estudiar ingeniería química. Los estudiantes acostumbraban a sentarse en el umbral del departamento a tomar mates a la tardecita y cuando Irene pasaba caminando frente a ellos ni siquiera los miraba. Lo hacía bien erguida, dura, indiferente y seria. A veces escuchaba algún piropo que la hacía sonrojar y sonreír por dentro. Pero un día aflojó su actitud y al pasar frente a los muchachos los miró y los saludó con una sonrisa. Ese mismo día advirtió que el flaco de cabellos largos y ojos marrones la había mirado fijamente. Y a ella ese gesto le había gustado. A partir de ese momento, los saludos se convirtieron en costumbre. Irene comenzó a salir a la vereda de su casa con cualquier excusa, desde barrer a hacer los mandados, actividades que nunca antes había hecho, al menos con ganas. Lo que quería era cruzarse con el flaco melenudo.
Al principio no sabía cómo se llamaba pero no le costó mucho averiguarlo. Había tomado una decisión rotunda, tenía que ganarse esa amistad al precio que sea. Pero lo debía hacer con precaución. Se pasaba el tiempo tramando en su mente las diferentes formas de poder entablar un diálogo con ese flaco. Imaginaba cientos de episodios ridículos y cómicos, algunos verosímiles y otros fantásticos. Se reía de sí misma pero estaba cada vez más convencida de que tenía que ganar esa amistad. Ya lo había comentado con sus amigas que comenzaron a visitarla más seguido para conocer al misterioso estudiante. Todas aprobaron al candidato, era fundamental tener la opinión de sus amigas, y eso la entusiasmó todavía más. Ya no estaría sola para pensar en cómo acercársele. La idea de Patricia no fue mala: cuando los tres estudiantes estuviesen en la vereda tomando mates, ellas harían lo mismo en el umbral de la casa de Irene. Y la relación se daría sin mayores esfuerzos. La propuesta fue aceptada con algarabía como si hubiese sido una de las ideas más brillantes del siglo. Todo pasó como estaba planeado. A las seis de la tarde los estudiantes vecinos estaban en la vereda tomando mates y a las seis y cuarto Irene y tres amigas más se instalaron en la vereda de su casa. Conversaciones en voz alta para que sean escuchadas en el otro bando, miradas fugitivas y sonrisitas que poco a poco se fueron convirtiendo en carcajadas fueron provocando la cercanía de ambos grupos hasta que terminaron indefectiblemente compartiendo los amargos los siete juntos. En ese primer encuentro Irene se enteró de que el flaco melenudo se llamaba Federico.
Sufrió un poco al principio Irene al notar que Federico hablaba demasiado con Patricia. Pero su amiga, cómplice, advirtió esa incomodidad. Hablaron como siempre lo hacían y le aseguró que jamás intentaría algo con Federico simplemente porque no le gustaban los pelilargos.
Y así fue que un día fueron juntos a la carnicería, otro día al almacén, hasta que terminaron yendo juntos al cine. No pasó mucho tiempo para que Federico se animara a acariciarle el cabello ni para que ella encontrara siempre alguna buena ocasión para tomarlo de la mano o pasarle su brazo sobre el hombro. Sonrisitas y miradas sugestivas nunca faltaban y esa amistad tan rápida pero profunda que fueron alimentando no tardó en convertirse en un largo y profundo beso. Y ocurrió una noche, al regresar del cine. Irene ya estaba cansada de tantas insinuaciones y cuando se estaban por dar el típico y tradicional beso en la mejilla, desvió la dirección de sus labios hasta encontrar los de Federico que, obviamente, no lo evitó. Por primera vez Irene sintió en su piel un escalofrío desesperante que la hizo suspirar con fuerza.
Esa noche fue fundamental. Su cara cambió. Su vida dio un giro de ciento ochenta grados y no hacía otra cosa que pensar en Federico e incluirlo en todos sus proyectos para el futuro. Su belleza se acrecentó aún más y su instinto de mujer pareció nacer al fin. Qué ganas de estar con Federico a toda hora, en cada momento, a solas. Y a solas, lo que se dice verdaderamente a solas, estuvieron a los seis días del primer beso, en la casa de Irene, en el living, cuando ni sus padres ni sus hermanas estaban. Sintió lo que nunca había sentido. Caricias nuevas por debajo de la ropa, sobre su cuerpo desnudo, besos y más besos sobre su piel erizada y un éxtasis total al sentirse acariciada en lo más íntimo de su sexualidad. Fueron momentos hermosos que se repitieron cada vez con más frecuencia y se hacían necesarios. Federico nunca se lo había pedido pero sentía terror porque el momento en que se acostaría con él se acercaba. Pero ella estaba bien así, disfrutando las caricias y los momentos que estaba con Federico a solas, besándose y acariciándose mutuamente. Estaba realmente enamorada. Era la primera vez que se sentía así y era la primera vez también que hacía todo lo que estaba haciendo con un hombre. Y para mejor, con el que estaba profundamente enamorada.
Pero ocurrió algo que no se lo esperaba. Así como el primer beso marcó un día fundamental en su vida, el día que Federico le confesó que tenía novia desde hacía tres años y medio, allá en su pueblo, la marcó aún más para el resto de la poca vida que le quedaba. Sintió que su mundo se derrumbaba, creyó no poder soportarlo. ¿Cómo llegar a entender la actitud de Federico? ¿Por qué le había ocultado su verdadera vida de tal manera? Pero lo que peor le hacía a Irene era pensar en cómo la había hecho ilusionar. ¿Cómo un hombre podía fingir tanto sentimiento hacia una mujer? ¿Cómo se podía llegar a tener tanta hipocresía dentro del corazón? ¡Cómo se arrepentía Irene de haberse enamorado de ese desgraciado y haber hecho todo lo que hizo, ella sí, por amor! ¡Qué asco sentía ahora al recordar los momentos que había pasado a su lado! Seguramente, esos fines de semana que se volvía a su pueblo era para estar con su novia «oficial». Se indignó muchísimo y le escribió una carta manifestando todo lo que sentía en esos momentos en que la furia y el odio se habían acumulado inesperadamente. La escribió en caliente y no tuvo tiempo de releerla antes de entregársela en sus propias manos. A partir de ese día no lo saludó nunca más.
Ese ingrato episodio fue el que la hizo decidir su futuro. Tenía que actuar lo más rápido posible para intentar olvidarse del tiempo vivido y sufrido al lado de Federico. Y fue así que decidió «internarse» en la lectura de los pocos libros que había en su casa. Poco a poco fue encontrando un camino posible. Comenzó a apasionarse con el mundo de las letras y el primer libro seleccionado para comenzar a olvidar fue «Madame Bovary».
Ese muevo mundo en el que solo leía y leía sin pausa comenzó a serle insuficiente y no tuvo mejor idea que ingresar a la facultad. Fue como entrar a un mundo diferente, muy distinto al que estaba acostumbrada a vivir día a día. Entendió que la vida universitaria no era igual a la que había vivido en su adolescencia, en la escuela secundaria. Nunca había estado rodeada en un curso de tanta gente de su edad, inclusive más chicos y más grandes que ellas, hombres y mujeres. ¡Y con qué buena onda y libertad! No había monjas castradoras ni preceptoras con cara de limón cuidando el orden y las buenas costumbres. La primera vez que ingresó a ese edificio, miró todo lo que la rodeaba con mucho asombro. Mucha gente, humo de cigarrillo, jóvenes en la cantina compartiendo alegres un café o una gaseosa, inclusive mates, carteles del centro de estudiantes colgados en todas las paredes, profesores compartiendo esas mismas mesas con sus alumnos. Demasiadas cosas desconocidas para Irene. Le gustó. Pensó que por fin había encontrado su lugar en el mundo. Seguramente en ese ambiente, los amigos no le faltarían.
Hizo una carrera excepcional. Una de las mejores alumnas, poseedora de uno de los promedios más altos. Recibió su título de profesora muy joven y sus padres se sintieron orgullosos. ¿Qué más podían esperar de su hija? Era una pregunta a la que por fin le habían encontrado una respuesta: que su hija fuera feliz.
El estudio intenso la había tenido un poco alejada del mundo y quienes estaban a su lado notaron que no salía como antes, que prefería quedarse en su cuarto leyendo un libro a salir con sus amigos a divertirse. Pero sí sabían que había tenido de vez en cuando un compañero de estudio: Quique. «Es un viejo», contestaba cuando le preguntaban por él. Y era un poco cierto ya que tenía varios años más que ella, quizás la edad de sus padres. Solía decir que iba a su casa a buscar apuntes o a hacer algún trabajo para la facultad, a lo que su madre un día le advirtió que tuviera cuidado con ese hombre.
—Ay, mamá. Quique es casado y tiene hijos —mintió para no preocuparla.
Ya después de haberse recibido de profesora, Irene sintió nuevamente la necesidad de tener a su lado un compañero. Aunque recordaba con un poco de bronca a Federico, le traía recuerdos de una época en la que había sido plenamente feliz, aunque esa felicidad haya durado muy poco. No estaba arrepentida de haber vivido esos momentos porque los había disfrutado intensamente. Cuánto daría ahora por tener a su lado al hombre soñado para volver a sentir todo lo bueno que vivió en aquellos momentos o mejor todavía.
Irene siguió viéndose con el «viejo» Quique aún después de recibidos y cuando él ya había conseguido un reemplazo por unas pocas horas en una escuela secundaria de la ciudad. Sabía que no era oriundo de su ciudad pero nunca le preguntó dónde había nacido o dónde había vivido antes. Los mates que habían compartido en la época de estudiantes, para Irene habían sido mucho más que un simple compartir el estudio. Quique le había contado muchas anécdotas de su vida pasada y ella lo escuchaba extasiada. Seguramente su compañero era dueño de un pasado muy interesante y sabía que muchas cosas no se las contaría jamás. Quizás había estado casado, quizás tendría hijos. El pasado de Quique era un misterio para Irene y justamente por eso lo escuchaba con tanta atención. Las historias que le contaban, lo sabía, estaban cargadas de realidad pero también de mucha fantasía. Y Quique era un gran contador de historias.
Algunas de las tardes que ahora pasaba Irene en la pensión de Quique las atravesaba con un profundo silencio acordado. Irene leía a Neruda sentada en la cama mientras Quique preparaba con entusiasmo las clases que debería dar al otro día.
La compañía de Quique se estaba convirtiendo para Irene en una costumbre hermosa. Volvía solamente a su casa cuando Quique daba clases o a la noche, para dormir. Sus padres le hablaron seriamente pero ella ignoró absolutamente todo lo que le dijeron. Pero además, Quique comenzó a sentirse incómodo. Esa jovencita que se pasaba casi todo el día en su pieza de pensión no hacía más que preocuparlo. ¿Qué pretendía? Imaginaba que Irene no iba a su pieza solo a leer y tomar mates y no quería ponerse a pensar en lo que estaba sospechando porque sería imposible. Tan imposible como que ella pretendiera que le contara todo su pasado. Trataba de evadirse, quería evitarla de cualquier manera pero no podía. Una noche lo intentó de la mejor manera que encontró:
—Irene, mañana no vengas porque no voy a estar en todo el día.
—¿No puedo venir a leer?
—El dueño de la pensión no te va a dejar entrar…
—Yo lo convenzo.
—No, Irene. Mejor no vengas. No quiero problemas con don José.
—Quizás me dé una vuelta igual.
Al otro día Quique no tenía clases y no salió. Y a la tarde, a la hora de siempre, llegó Irene. Tuvo que inventar una suspensión imprevista de una supuesta reunión de profesores que tenía, poner cara de cansado y tratar de demostrarle a su visita que lo estaba molestando. Pero  Irene no se dio por aludida. Ella tomaba mates mientras continuaba leyendo «Cien sonetos de amor». Hasta que un día Quique no aguantó más y trató de explicarle a Irene, a esa chiquilina, que él no podía permitir que siguiera perdiendo el tiempo en su cuarto porque ella era joven y tenía que aprovechar la vida compartiendo momentos con gente de su edad, salir con sus amigas, distraerse en otras cosas. ¡Inclusive ponerse a buscar horas en alguna escuela para dar clases! Ella no podía estar todo el día metida en la pieza con él perdiendo el tiempo. Además, de manera muy delicada, le recalcó que la diferencia de edad que había entre ambos marcaba una cierta distancia de debían guardar. Irene lo miró, sonrió y se le tiró encima, sobre la cama, y lo besó en la boca con una pasión desesperada. Irene volvía a sentir en su cuerpo de mujer la aproximación del cuerpo de un hombre y ese escalofrío que tanto extrañaba. Al contrario, Quique no sintió absolutamente nada. O sí, se indignó porque nunca llegó a pensar que Irene sería capaz de esas cosas y trató de sacársela de encima.
—¿Te gustó? —preguntó ella.
—Irene, esto no puede ser…
Pero ella insistió. Y tras darle un nuevo beso empezó a desvestirlo. Al principio Quique se negó, luego no supo qué hacer hasta que también comenzó a sentir en su cuerpo algo que hacía mucho no le pasaba. A los diez minutos ambos daban vueltas desnudos y entrelazados sobre la cama desarmada.
—¿Me querés? —preguntó ella mientras encendía un cigarrillo, desnuda al lado de Quique.
No contestó enseguida. Al rato se animó a murmurar:
—Es que no te quiero…
—Ya me vas a querer… —dijo Irene ilusionándose.
Las visitas de Irene se fueron haciendo costumbre hasta que un día pasó lo que no tenía que pasar. Irene estaba en su casa, bañándose, y sintió una descompostura. Vomitó mucho y se tuvo que sentar en la bañadera para no caerse. Estuvo bajo la ducha de agua fría durante aproximadamente media hora. Al darse cuenta de lo que le podría estar pasando, se desesperó. Recordó que hacía varios días tendría que haberse indispuesto y la conclusión no podría haber sido otra: estaba embarazada. Estuvo a punto de gritar, de llorar. El ataque de nervios no estaba lejos. Recordó las palabras de Quique: «Es que no te quiero…». Se indignó al pensar que la primera vez él ni se dio cuenta de que era virgen. Pero tuvo la suficiente tranquilidad como para recomponerse, vestirse, entrar al dormitorio de sus padres, abrir la puerta del ropero y sacar un bulto envuelto en una gamuza. Sin perder tiempo, se dirigió a la pensión de Quique. Estaba como ida y su andar no demostraba justamente tranquilidad. El dueño de la pensión la vio entrar llevándose todo por delante. Ni lo miró y eso lo extrañó porque si algo caracterizaba a Irene cuando llegaba a la pensión era la amabilidad con la que lo saludaba. Hasta hubo días en que compartió mates con él antes de ingresar a la pieza de Quique. Pero don José no le dio mayor importancia y continuó dándole de comer al canario.
A los pocos segundos escuchó un par de gritos y luego una explosión. Fue corriendo en dirección a la pieza y al ingresar se encontró con un cuadro desesperante. Quique estaba tirado en su cama, inmóvil, e Irene yacía en el piso con la cabeza llena de sangre. Las paredes, el piso, las sábanas, una silla, todo estaba salpicado con la sangre todavía caliente de Irene.
Quique declaró al otro día en la policía cuando logró reponerse del shock. Se había desmayado al ver cómo Irene, luego de apuntarle a la cabeza con un revólver que sostenía en su mano derecha con una gamuza y decirle que estaba embarazada, que sus padres la iban a matar, se llevó el arma a la boca y apretó el gatillo sin pensarlo un segundo. A cada momento Quique repetía que era inocente pero no le creyeron. Sobre todo porque luego de practicarle la autopsia a Irene, el forense determinó que no estaba embarazada.
Quique falleció varios años después en el hospital Psiquiátrico de Bahía Blanca como consecuencia del progresivo deterioro de su sistema nervioso, según el informe oficial del nosocomio.

jueves, 8 de mayo de 2025

La mano

 


Estoy acostado en mi cama, solo.
A las 11 de la noche, después de relajarme y poner mi mente en blanco, me dormí profundamente.
Hace más de diez años que vivo sin compañía y la más terrible soledad inunda mi casa todas las noches. Por eso me aseguro de cerrar puertas y ventanas con la máxima seguridad antes de ir a dormir.
Son las tres de la mañana y me desperté sobresaltado.
Una mano, que no es la mía, acaba de apoyarse sobre mi hombro.